PARAJE EL PORTEÑO.— Existe un instante donde la vida cambia para siempre. Es un momento reconocible y luego recordado con añoranza y acaso incomprensión. En 2002, Miriam Gattari —(hoy tiene 54 años)— era gerente de una compañía multinacional farmacéutica. La presión de ese mundo donde se mezclan finanzas con temas de salud la animaron a tomar la decisión. Tenía su oficina en el microcentro de la Ciudad de Buenos Aires. Se paró delante de su jefe y le dijo, serenamente: “El lunes no vengo más a trabajar, renuncio, me voy a vivir al campo”.
Desconocía si había tomado el rumbo correcto, cortó lazos con su vida urbana y se compró un lote de 20 hectáreas a 98 kilómetros del Obelisco, en el paraje El Porteño, en el partido de Magdalena. “Me sentí liviana, aliviada, libre y con mucho miedo”, afirma.
El campo que compró le tenía preparada una sorpresa. Una señal. Dos vagones, viejos y muy deteriorados. Para ojos ajenos, eran chatarra. Para ella una epifanía. “Mi padre fue ferroviario, pensé en él”, cuenta.
Inmediatamente decidió invertir lo poco que le quedaba para reciclarlos. El resultado fue sorprendente: se convirtieron en hospedajes que han conseguido una inusual fama para los amantes de la tranquilidad. La elección del cambio de vida fue viral: los visitantes sienten una completa desconexión con la vida de la ciudad. “Estamos cerca de La Plata o Buenos Aires, pero lo suficientemente lejos”, describe.
“Me di cuenta de que el dinero y los viajes, toda esa vida, era vacía”, afirma. Todo lo que deseó, lo consiguió, pero esa vorágine la trasladaba a una agenda comprimida y agotadora. “Terminaba de trabajar el viernes y me iba a Aeroparque, tomaba al azar el primer avión que salía”, recuerda, sin culpa. El lunes aterrizaba y se dirigía directamente a la oficina. “Durante un tiempo, así fue mi vida”, para muchos, un estado ideal, para ella, una pantalla vacía.
“La idea la fui proyectando, no fue y no es fácil. Salir del sistema es una de las cosas más difíciles que existen”, acuerda. “Mi jefe me dijo: ‘tomate el fin de semana para pensarlo’”. Así recuerda ese día de 2002. “Ya lo pensé”, le contestó ella.
“Cuando entré al campo, no sabía por dónde empezar, desconocía este mundo”. Señala las vacas, las gallinas y las ovejas, que pastan cerca de su ventana. “Fui aprendiendo, fue volver a nacer de nuevo”, asegura. Ahora, 18 años después de aquel día, son pocas las actividades a las que no se le anima.
La vida en el campo tiene otros ritmos. Los fines de semana los vagones están ocupados. Las reservas se hacen con mucha anticipación. La condición que exige ella es simple: les aconseja que dejen los celulares y se dediquen a contemplar la naturaleza. Por las mañanas, un gallo muy puntual da comienzo al día, las aves declaman una sinfonía adormecedora. Las ovejas pastan. Hacia el atardecer, el sol se esconde en una plantación de kiwis, una de las primeras de la Argentina. Ahora, en febrero, es posible ver la cosecha. Un tambo ovino, elabora quesos que se venden en los lugares más exclusivos de Buenos Aires, una escuela rural, un puñado de casas, y apenas el interminable horizonte. El Río de la Plata se presiente, en línea recta está a 20 kilómetros, cerca de la ciudad cabecera, Magdalena.
“No extraño nada de la ciudad, cuando quiero voy, pero no veo la hora de volver”, confiesa. Crítica con el mundo farmacéutico, elige no hablar sobre aquella vida. “Vi cosas que no me gustaban, entendí que la vida debía tener otro sentido”, afirma.
Los primeros días en los que durmió en su nuevo hogar tuvo que asimilar tanta soledad. “Los silencios es lo primero que sentís: en la ciudad no existe un solo instante de silencio”, asegura. Las calandrias y jilgueros en la ventana ocuparon el espacio de las bocinas del centro.
“Volví a ser yo misma”, sentencia. Las claves para el cambio de vida son claras y se pueden distinguir y compartir. El corte con la vida urbana se hace por etapas, gradual. “El traslado tiene que ser de a poco, es necesario que te aclimates”, afirma. “Yendo y viniendo, estar unos días y volver a la ciudad. No es fácil trasplantarse. La vida en el campo es sumamente diferente”, confirma. “Pero también te acostumbras porque ganás mucha calidad de vida”, aclara Miriam.
Caminos de tierra
Los 35 habitantes de El Porteño conviven en el ejido rural. Un camino vecinal de tierra, con algunos tramos en mal estado, presentan una escuela, y algunas casas. Son una gran familia. No existen comercios en el paraje. Un almacén ambulante visita el caserío todos los sábados llevando lo necesario.
“Es Norma, una genia”, afirma. Hace 30 años esta mujer de 75 años recorre los caminos vecinales del partido de Magdalena con una Ford F-100, que desafía la gravedad con volantazos que sortean las huellas profundas de los caminos de tierra. Detrás lleva un pequeño almacén con estanterías. “Nos trae lo esencial, cumple un servicio increíble para nosotros que no tenemos ni un kiosco”, describe Miriam.
Fideos, arroz, yerba, golosinas y bebidas. “A veces hasta vende milanesas”, asegura Miriam. La soledad de estos parajes necesita de curiosos personajes que descifran las necesidades de los habitantes de este silencioso universo rural.
“Se vive con mucho menos y eso está bueno. Con carencias también.”, aclara Miriam. La zona está atravesada por la napa de agua llamada Puelche, con alto contenido de arsénico. “No hay agua potable”, confirma. Igualmente, las familias que viven aquí, la beben. Es una gran deuda pendiente que incluye a todas las gestiones provinciales. “Lo recomendable es beber agua mineral”, aconseja Gattari.
Hay otras carencias: “No tenemos señal telefónica ni datos, la luz se corta seguido y los caminos están en mal estado”, completa el panorama. No obstante, para ella el saldo es positivo: “Me siento una mujer rural, y eso me enorgullece. Aprendí a hacer cosas que jamás pensé, como trabajar la tierra”.
Los dos vagones que se ofrecen como hospedaje cumplen con todas las expectativas. Son cómodos y tienen todos los servicios. “Les digo a los que vienen que no estén pendiente al WhatsApp”, sugiere Miriam. La experiencia que ella sintió al cambiar de vida, la quiere compartir.
Estos vagones que descansan alrededor de un mar de pasto están en un territorio al que cuesta etiquetar. El campo se presenta en su estado puro a pesar de ver hacia la noche los reflejos de grandes ciudades en el firmamento, el gran cordón hortícola de La Plata está a unos pocos kilómetros atrás. A la altura del campo de Gattari, el movimiento es propio de una ruta solitaria, casi ausente. “Aunque parezca cercano, es muy lejano”, reconoce.
¿Un ejemplo? Todas las noches al lado de los vagones y sin explicación aparente, cuando cae el sol, aparecen cientos de luciérnagas, iluminando intermitentemente la temprana oscuridad. “Baja el cielo al campo, todos los días”, afirma Miriam, como si esto fuera algo normal. Los contrastes con la ciudad, son inefables.
“Sólo 100 kilómetros me separan del Obelisco. Con la gente que vive ahí tenemos la misma cultura y el mismo idioma, pero todo cambia, la vida en el campo es muy diferente”, confiesa.
No quiere dejar de compartir su renacimiento. “Es necesario contar con recursos y saber qué vas a hacer en tu nueva vida rural”, aconseja. Las actividades son intensas cuando todo depende de la propia realización. Algunas señales ayudan a entender el cambio. “Si quiero nueces o nísperos, sólo tengo que caminar unos metros y sacarlos de los árboles”, dice. Y ya no tiene dudas: “No vuelvo más a la ciudad”.
Publicado el
Por La Nación